Ese domingo un montón de traseros
se removieron inquietos sobre los bancos de las parroquias españolas. Los
cuerpos de esos glúteos oscilantes fueron iluminados auditivamente por las
palabras de los párrocos, que les debían transmitir el mensaje divino de aquel
hombre que Dios, a través de la elección del Espíritu Santo, había elegido para
representarle en la Tierra: “pagar salarios
en dinero B es pecado gravísimo”. “¡Pecado!”, repitió el señor X, dueño de grandes empresas y miembro
ejemplar de la Obra, y se volvió hacia el asiento de atrás. Su mirada se
encontró con los del señor Z, ejemplar neocatecúmeno y empresario con intereses
internacionales, desde los plásticos de Almería hasta las Islas Caimán.
“¡Pecado gravísimo!”, pudo
leer el uno en los ojos del otro.
Unos bancos más atrás, el señor
Mariano, político conservador de hondas raíces cristianas, sintió una punzada
en la cartera..., bueno, en el corazón, que se encontraba escondido bajo la
billetera de cuero. “¡Caramba!”, se dijo cual personaje novelesco del XIX,
“pagar en negro, pagar en negro... vaya, me suena, me
suena de algo esa cosiña...”, pero su mente se distrajo con otro
pecadiño... ¿o no sería pecado destruir
unos discos duros de ordenador donde estaban las pruebas de un delito en B,
mentir al juez en A sobre su borrado, que se perdiera el sumario del juicio...
y marear la perdiz así hasta el juicio final? En fin, todo eso era very difficult
y además todas esas acusaciones eran mentira, salvo alguna cosa.
A su lado, la devota señora Mª
Dolores intentaba comprender si alguna vez había pecado de palabra al explicar
un asunto de pagos en diferido a un presunto delincuente, como simulación de un
pago de verdad o algo así, que la verdad es que era algo muy lioso que no
recordaba muy bien . Aunque no estaba muy segura, bajo su toca su conciencia
estaba tranquila: ella servía a Dios llenando
los templos de devotos y/o conversos pagados en
A. Cerca de ambos una beata ministra sonreía plácidamente,
sabiéndose a salvo de las calderas de Pedro Botero. Sus actos de gobierno, guiados
por la Virgen, nunca podían ser pecaminosos, o sea que nada había que temer
de ese Papa que, quizá no sin razón, algunos feligreses consideraban ya un rojo
infiltrado.
Al fondo de la nave, cerca de la
puerta para poder salir de cuando en cuando a hablar con su aifone de empresa,
se sentaba siempre otro renombrado financiero, R. R., presidente de Trankia, de
comportamiento no tan cristianamente ejemplar, pero siempre elegido por
Aznarr y otros colegas para representarles en las más altas instancias del
poder y del dinero, que en el capitalismo viene a ser la misma cosa. Este
señor, tan elegante, también estaba tranquilo: él, adalid de la ingeniería financiera
mundial, era capaz de pagar en A con tarjetas B. A su lado se persignaba su
colega el señor B., presidente de Cajamaní, imputado
imputadísimo por un juez, seguramente rojeras, al que todavía no había
podido quitarse de encima. ¿Cómo iba a saber él, que solamente era presidente
de uno de los bancos más grandes del país, que no se podían despilfarrar los
millones de euros que les había mangado a los pequeños ahorradores? Bueno, ese
Papa no tenía ni idea del mundo de los negocios, Dios sabía toda la verdad y ya
vería Él si lo absolvía el día del juicio final... pero, por si acaso, dejó en
el cepillo un par de billetes de 500 euros que les había cogido prestados de
unas preferentes a unos jubilados. Nunca se sabe.