La memoria es el depósito del conocimiento y, por lo tanto, el fundamento de la libertad.
Por eso no se entiende que, como sociedad, sigamos cómodamente instalados en la amnesia. Nuestros libros de texto, pueden comprobarlo, siguen sin mencionar los casi 300 campos de concentración franquistas, la despiadada represión ejercida contra las mujeres republicanas, las torturas cometidas en los cuarteles y en la sede de la DGS, el matonismo callejero de la ultraderecha durante la Transición… Es increíble. Es como si, igual que en 1984, alguien hubiese ordenado borrar una parte fundamental de nuestro pasado para mantenernos “cautivos y desarmados”.
Estamos en febrero. Hace ochenta y cuatro años las tropas de Franco ocupaban Málaga y una multitud indefensa, aterrorizada por los crímenes cometidos por los fascistas en Sevilla, emprendía una huida desesperada en dirección a Almería. Es lo que se conoce como “la desbandá”. A lo largo de los aproximadamente 200 kilómetros que separan las dos ciudades, aquellos hombres desarmados, mujeres, ancianos, niños… fueron ametrallados por tierra, mar y aire en la que sin duda es la acción más infame de nuestra guerra. Las imágenes que captó el médico canadiense Norman Bethune son realmente estremecedoras. Unas 5000 personas fueron asesinadas. Pues, bien, no busquen el episodio en los manuales escolares. No existe. Existe la batalla de Covadonga, esa en la que se apareció la Virgen para echar a los moros, pero esta masacre ejecutada por Dios y por España no parece digna de constar en nuestros anales.
Algo similar ocurre en nuestra misma ciudad. También en febrero de 1937, la Legión Cóndor bombardeó Albacete y acabó con la vida de unas 130 personas, entre ellas varios niños y niñas. Aunque hace un tiempo, a instancias del Grupo de Amig@s Antonio Machado y con el asesoramiento del Instituto de Estudios Albacetenses, se instaló una placa informativa en la verja de la Diputación, muy poca gente conoce aquella atrocidad. Y casi nadie sabe que en la posguerra fueron fusiladas 750 personas en las tapias del cementerio. Sus cadáveres fueron sepultados en fosas comunes, y sobre ellos cayeron una noche y una niebla que, cuarenta y seis años después de morir el dictador, aún perduran.
Últimamente se habla mucho de si somos una democracia “normal”. Desde luego, en lo que se refiere a memoria histórica, no. De ningún modo. En los países europeos que nos sirven de referencia, se entierra dignamente a todo el mundo, pero solo se homenajea a quienes lucharon contra el fascismo y el nazismo. Aquí hacemos al revés. Dejamos en una cuneta a García Lorca y mantenemos en la Macarena a Queipo de Llano, un criminal que, si hubiese nacido en Alemania, habría sido juzgado en Núremberg. O sea, constituimos una anormalidad absoluta. Y una prueba más de ello es que se siga repitiendo sin pudor la fábula del rey bueno que detuvo el golpe de estado del 23F. Esa historieta, que hemos escuchado hasta la saciedad durante toda esta semana, constituye un auténtico “tejerazo” intelectual y un insulto a nuestra memoria democrática. En serio, hace décadas que la implicación del rey emérito en el “golpe de timón” encabezado por Armada es un clamor, como lo eran sus trapicheos y sus amoríos. ¿Hasta cuándo vamos a hacer como que no nos enteramos? En 2014, por poner tan solo un ejemplo, Pilar Urbano, una periodista nada sospechosa de querer subvertir el régimen vigente, publicó La gran desmemoria, una obra de casi 900 páginas donde describe minuciosamente el papel de Juan Carlos en la conjura golpista. ¿Cuántas páginas más podrían escribirse si se levantase el secreto del sumario? ¿Por qué se oculta la verdad después de cuarenta años? ¿Nos atreveremos algún día a mirar de frente a nuestro pasado como una forma de encarar dignamente nuestro futuro, o seguiremos impugnando nuestra memoria a golpe de mentiras y de olvido? Veremos.
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