Como es bien sabido, en el 711, tras la derrota de don Rodrigo frente a los musulmanes en la batalla de Guadalete, algunos grupos dispersos de nobles abandonaron la península ibérica junto a sus séquitos y se esparcieron por media Europa, dando lugar a la famosa “diáspora visigoda”. Los descendientes de aquellos pioneros recrearon aquel mito fundacional mediante un dilatado repertorio de relatos, canciones y liturgias, de manera que, aunque dispersos, nunca llegaron a perder conciencia de su origen.
Pasó el tiempo. La relación de dichas comunidades con sus entornos no siempre fue buena, ya que, con demasiada frecuencia, las minorías se convierten en los chivos expiatorios que cargan con las culpas de las mayorías. Así, los visigodos sufrieron todo tipo de persecuciones y violencias, hasta tal punto que, en el siglo XIX, en el contexto del nacimiento de los nacionalismos, algunas personalidades empezaron a reivindicar la posibilidad del retorno a la tierra prometida por el destino y arrebatada por los infieles.
Poco a poco, en oleadas sucesivas, miles y miles de visigodos emigraron a España con la convicción de estar recuperando, 1200 años después, la casa de sus antepasados y, por lo tanto, la suya propia. Tras la II Guerra Mundial, Franco les abrió las puertas de par en par debido a su origen germánico, igual que hizo, por motivos más o menos similares, con una infinidad de jerarcas nazis. En pocos años la población visigoda creció, prosperó y alcanzó tal influencia fuera de nuestras fronteras que empezó a reclamar la creación de un estado propio. Al principio la idea se interpretó como una simple extravagancia, pero la acción de ciertos lobbies provisigodos y el ejemplo del recién creado estado de Israel dieron alas al proyecto y la ONU aceptó estudiar un plan de partición: el territorio español se dividiría en dos mitades, aunque la población visigoda supusiese tan solo un tercio del total, y Madrid quedaría bajo control internacional. De inmediato, en un ambiente de euforia casi paroxística, Chindasvinto II proclamó el Reino Neovisigodo de Toledo.
El conflicto no tardó en estallar. Los españoles originarios, por llamarles de alguna manera, rechazaron estupefactos el nuevo estado y, como cabía esperar, comenzó una espiral de violencia. Los visigodos, que se habían granjeado la simpatía de EEUU y se habían armado hasta los dientes, se impusieron a los autóctonos y expulsaron a cientos de miles de ellos de sus hogares. Es lo que suele denominarse La Catástrofe. Los países colindantes se llenaron de campos de refugiados. La OTAN no quiso intervenir. Mientras, el Reino Neovisigodo avanzaba sobre la otra mitad ocupando la mayor parte de su territorio, de manera que sus habitantes quedaron encapsulados en dos zonas: una, denominada Cisatlántica, compuesta por un mosaico de parcelas incomunicadas y rodeadas por muros infranqueables, y otra, la Franja Andaluza, concebida como un larga y estrecha cárcel a cielo abierto.
Desde entonces, el sufrimiento de la población originaria ha sido indescriptible. El bloqueo económico, el régimen de apartheid, la demolición de casas, la usurpación de tierras, las detenciones arbitrarias, las humillaciones constantes… han hecho de la vida en la España ocupada un auténtico infierno. En consecuencia, abundan las acciones terroristas y, periódicamente, se produce un levantamiento popular que siempre es aplastado con castigos colectivos desproporcionados. En los bombardeos sobre la Franja Andaluza de 2014 murieron más de quinientos niños y niñas.
Al respecto, el episodio más reciente sigue ocupando las primeras páginas de todos los medios de comunicación. Jamás, una organización ultraconservadora inicialmente financiada por las nuevas autoridades para dividir a la oposición autóctona, asesinó a 1300 civiles y militares visigodos. La respuesta no se ha hecho de esperar. El ejército del Reino ha destruido ciudades enteras de la Franja Andaluza, ha lanzado misiles sobre escuelas y hospitales y ha provocado un éxodo de dimensiones bíblicas. Los métodos del Reino recuerdan, no podemos dejar de decirlo, a los de los nazis.
En definitiva, gran parte de España se ha convertido en un cementerio y en un campo de exterminio. La sangre tiñe de rojo nuestras costas. Pero EEUU y la UE no mueven un dedo porque siempre apoyan a los poderosos en detrimento de los débiles. El Reino Neovisigodo no tiene nada que temer.
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