Artículo
publicado en el diario La Verdad (Edición Albacete). 19/04/2012
Por miedo, por
incertidumbre, empezamos aceptando una dinastía que a lo largo del tiempo había
convertido España en un cortijo de señoritos, curas fanáticos y militares
providencialistas. Y lo hicimos, ni más ni menos, que por imposición de Franco.
O sea, fantástico. Un comienzo brillante para nuestra modélica Transición.
Luego, cuando ocurrió todo
aquello del 23-F, obviamos que nuestro monarca era amigo de Jaime Miláns del Bosch
y de Alfonso Armada, el supuesto “elefante blanco” (nos acabamos de enterar de
que la vida del rey está llena de elefantes) de la trama. No es de extrañar,
por lo tanto, que don Juan Carlos
mostrase “comprensión, cuando no simpatía” hacia los golpistas, según
afirma un cable recientemente desclasificado del embajador alemán Lothar Lahn.
Porque sí, hemos
transigido con demasiados amigos y amiguetes del rey. Gentes de apellidos
ilustres y manos largas que, invariablemente, resultaban absueltos en sus causas.
A Manuel Prado y Colón de Carvajal, administrador privado del monarca, se le
concedió el segundo grado penitenciario apenas dos meses después de ingresar en
prisión. Otro coleguilla, Javier de la Rosa, fue absuelto de la pena de cuatro
años impuesta por la Audiencia Nacional por considerar el Tribunal Supremo que
los delitos cometidos en relación con el caso Kio habían prescrito.
Curiosamente, también fueron absueltos por el mismo motivo los famosos Albertos
(Cortina y Alcocer), condenados por el caso Urbanor, que inmediatamente
agarraron su helicóptero y aterrizaron en la Zarzuela para celebrarlo. A Su
Majestad, igual que a un hijo consentido, le hemos tolerado que frecuentase
amistades más bien inquietantes no solo en el interior, sino también en el
exterior. Todos recordamos los besos y achuchones suministrados, por ejemplo, al rey Fahd de Arabia, que gobernó 23 años su
país como un autócrata medieval; o a Hussein
de Jordania, el mismo que dio la orden para la masacre de unos 10.000
palestinos en el célebre “septiembre negro” de 1970; o a Hassan II, que
reprimió las libertades en Marruecos durante 38 años y sojuzgó a los saharauis
negándoles el derecho a la autodeterminación que les reconocía la ONU… A todos
ellos, Juan Carlos los trataba de “hermanos”, porque, en efecto, hermanos son
los monarcas de todas las dinastías.
La verdad es que los
españoles hemos mostrado una paciencia infinita. Hemos aguantado que la reina Sofía censurase
públicamente leyes aprobadas por el pueblo soberano criticando el matrimonio
entre personas del mismo sexo y el derecho a la interrupción del embarazo. Hemos
sido condescendientes con las escenografías nacionalcatólicas de cada
empalagoso evento de la familia real, desde las grandilocuentes bodas a los
infinitos bautizos. Y lo que resultaría
inaudito en cualquier país civilizado: hemos transigido con que las cuentas del
primer servidor del Estado sean un misterio mejor guardado que la fórmula de la
Coca-Cola. Pero también es cierto que hemos llegado al límite. El crédito se ha
acabado. Estamos hartos de Marichalares y Urdangarines. Y, por qué no decirlo,
de las trapacerías de un rey que, mientras sus súbditos atraviesan la peor
crisis económica de su historia, dedica su tiempo a matar animales salvajes en
peligro de extinción.
Las fotos y los vídeos
que circulan por internet son estremecedores. En un audiovisual publicitario,
el musculitos de Rann Safaris que organiza las cacerías reales en Botsuana
descerraja un tiro, a tan solo unos metros, en la cabeza de un elefante inmenso
que se desploma inmediatamente. La escena es terrible y repugnante. Tiene algo de abominable, como
siempre ocurre con la violencia sin razón. Independientemente del coste de la
cacería (fusilar a un elefante sale por unos 37.000€), y de quién la haya
pagado, la imagen del rey sonriendo junto al tipejo susodicho, con el majestuoso
animal muerto al fondo, provoca una desazón y una rabia indecibles. Es la
imagen de la crueldad arbitraria, de la
insensibilidad obscena, del despilfarro. Es la imagen, en fin, de un
régimen trasnochado e incívico que el pueblo español debe sustituir por la República
cuanto antes mejor. Porque hasta aquí hemos llegado. Hasta aquí hemos llegado…
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