
Porque ¡en absoluto
son todos iguales! En primer lugar, hay que distinguir a los corruptos, de los
que no lo son. Quienes gritan indiscriminadamente aquello de “no hay pan para
tanto chorizo” cometen una injusticia impropia de quienes aspiran a una
regeneración democrática. No se debe confundir a los implicados en la Gürtel, por
ejemplo, con la legión de alcaldes y concejales que se dejan la piel luchando
por el progreso de sus localidades sin otro beneficio que la satisfacción del deber
cumplido. Tampoco hay que confundir a quienes, dentro de la legalidad, han
hecho de la política una fuente de enriquecimiento, como Felipe González y José
María Aznar, que ingresan cantidades astronómicas como consejeros de oligopolios
energéticos mientras siguen cobrando sus sueldos de ex presidentes, con políticos como Julio Anguita, que renunció
a su paga vitalicia como ex parlamentario porque “con mi pensión de maestro
tengo bastante”. Ni están hechos del mismo percal los diputados que cobran
dietas de alojamiento teniendo piso en Madrid y los que, como ocurre en el caso
de IU, han renunciado a los planes de pensiones privados del Congreso, viajan
en clase turista y tienen prohibido estatutariamente ingresar dos salarios como
cargos públicos. ¡Ya podían aprender algunas en Castilla-La Mancha!
No, sin duda no todos
los políticos son iguales. Ni todas las políticas. Mientras unos cargan el
coste de la crisis sobre la clase trabajadora y amnistían a los grandes
defraudadores, otros plantean una reforma fiscal progresiva y la persecución
del fraude como forma de acabar con el déficit estructural; mientras unos
regalan a los bancos miles de millones de euros, otros proponen exigir
responsabilidades a sus directivos y reclaman una banca pública; mientras unos
están dispuestos a privatizar hasta los palos del sombrajo, otros defienden los
servicios públicos como garantía de igualdad en ámbitos tan vitales como la
educación, la salud, la dependencia…; mientras unos se aferran a una ley electoral
fraudulenta y a una forma de estado heredada del franquismo, otros reivindican
que todos los votos valgan lo mismo y que todas las magistraturas del estado
sean electivas…
En fin, afirmar que
todos son iguales es una simpleza desmovilizadora que solo beneficia a quienes
están instalados en el poder. Actualmente nuestras calles son un hervidero de vitalidad
social, y eso es un efecto positivo de la crisis. Pero ello no debe implicar
que renunciemos a la acción política dentro de las instituciones. Cierto
movimiento ciudadano denominado Plataforma ¡en Pie!, que se define como “antineoliberal, anticapitalista y democrático”, ha lanzado un llamamiento para rodear el Congreso el
25 de septiembre con el fin de forzar
“la devolución de los poderes al pueblo”
y crear “una nueva constitución”, según se lee en su Documento Base, donde se
advierte, además, de “que se trata de una propuesta
pacífica, pero no “pacifista”, aceptamos la legítima defensa y el respeto
a diferentes formas de lucha”. Nos
preocupa el tema y el tono.
Al respecto, se nos ocurre que, si se trata de
derribar al gobierno, lo que quizás habría que sitiar es La Moncloa; y si el
objetivo es acabar con el capitalismo,
lo más oportuno sería asediar la Bolsa, el Banco de España o las flamantes sedes
de la banca privada. Por otro lado, no podemos dejar de pensar que si hace unos
meses la rebeldía se hubiese traducido en más sufragios efectivos y menos
rodajas de mortadela, ahora el Congreso podría estar elegantemente “ocupado”
por diputados dispuestos a depositar la soberanía en el pueblo y a gobernar en
su favor. Y sin necesidad de plantear una prueba de fuerza de consecuencias
impredecibles.
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