domingo, 11 de octubre de 2015

EL CRISTO DE LA EUTANASIA

En 1932, comenzó en Alabama el llamado experimento Tuskegee, un estudio clínico desarrollado por el mismísimo Servicio Público de Salud de Estados Unidos. Se tomó a 600 aparceros negros y analfabetos estadounidenses: 399 estaban infectados con sífilis antes de comenzar el estudio, y 201 estaban sanos. Ninguno fue informado de la verdad del proyecto, ni de su diagnóstico, y fueron engañados al decirles a todos que tenían mala sangre, término que incluía la sífilis, la anemia o la fatiga. Les prometieron médico gratuito, transporte gratuito a la clínica, comidas y un seguro de sepelio en caso de fallecimiento.
Lo cierto es que les pondrían inyecciones de placebo y estudiarían el progreso de la enfermedad durante unos 40 años. Al inicio el tratamiento existente de la sífilis era muy cuestionado por su efectividad y grandes efectos secundarios. Pero en 1947, irrumpió la penicilina como medio seguro y eficaz. El problema estuvo en que nadie cambió nada y no se trató a nadie con este salvador remedio. Al revés, se dijo a los pacientes que evitaran la penicilina. Así hasta que ¡en 1972! la prensa destapa la vergüenza, cuando ya 128 habían muerto de sífilis y/o sus complicaciones, 40 esposas habían resultado infectadas y 19 niños contrajeron la enfermedad al nacer. Nos hemos extendido en este experimento por su trascendencia en todo lo que le seguiría. Horrorizado todo el mundo de la salud; el Departamento de Salud, Educación y Bienestar de los Estados Unidos, creó el llamado “Informe sobre principios éticos y pautas para la protección de los seres humanos en la investigación” conocido como “Informe Belmont” (abril de 1979) que haría que en lo sucesivo, toda persona que participase en una investigación clínica, debería firmar un consentimiento informado. En breve se pensó: ¿y por qué reservar dicha información y permiso solo al campo de la investigación y no también al campo clínico? Los pacientes deberían poder saber su enfermedad, y opinar, y decidir, tomar las riendas en la medida de lo posible y siempre con los profesionales sanitarios como asesores directos. Así, a los tres principios básicos de la Bioética (el conocimiento de cómo usar el conocimiento) de Beneficencia, no Maleficencia y Justicia, se añade el de Autonomía: trabajar para el paciente contando además con él. Desaparece el paternalismo hipocrático. Esto, que se estudia en cualquier facultad de enfermería o de medicina del mundo y que es fácil de entender, luego parece no ser tan sencillo de llevar a la práctica. Por ejemplo: aunque los comités de ética de los grandes consejos mundiales en reanimación cardiopulmonar recogen el derecho del paciente a dejar dicho que en caso de pararse su corazón no desea ser reanimado, no es fácil que se respeten estos deseos. Llegó el momento pues de que en cada país, la ética se vea respaldada por la ley. Así en España, se aprueba la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica.
Pero la Ley, por lo visto, por lo evidente del día a día, sigue dejando muchas lagunas. Los médicos, bien por una inercia a actuar sin contar con el paciente, bien por practicar la llamada medicina defensiva, o bien por lo más grave, guiados por su propias creencia mágicas o religiosas, con frecuencia no respetan las voluntades de los pacientes, o las de sus representantes en caso de menores o incapacitados. Lo acabamos de vivir con el caso de Andrea, la niña con una enfermedad neurodegenerativa, que aún en estado terminal seguía siendo víctima de biopsias, pruebas y medidas desproporcionadas que alargaban su dura agonía. Sus padres pedían en un gesto de amor, el cese de los intentos de prolongar su vida. Querían medicina sí, pero para evitar sufrimiento y no para prolongarlo. Son demasiados los casos como el de Andrea, a veces se conocen y a veces apenas no. Y eso que no hablamos aún de eutanasia, sino de evitar la distanasia (limitación del esfuerzo terapéutico o del encarnizamiento terapéutico). La cuestión se solucionaría con una buena legislación. Del PP se sabe lo esperable. El PSOE se acuerda cuando no gobierna, luego, a veces, lo ha llevado en programas, estaba obligado a hacerlo porque así se había comprometido, pero forma comisiones, y al oír las autoridades de laiglesia católica (que no a sus fieles), les viene la flojera. Es exigible que de una vez por todas se acaben las injerencias de la iglesia, o en su caso, que el gobierno civil de un Estado constitucionalmente aconfesional les haga caso omiso. Habrá que regular incluso la eutanasia, que significa buena muerte. Y quien por sus creencias o cualquier motivo no la desee, que se respete, pero que también se respete a quien la solicite.
Hay países ya regulados en materia y esas barbaridades que auguran los detractores, fehacientemente son falsas. Cada cual tendrá su respetable concepto de lo que es una buena muerte. Hay incluso quienes veneran al Cristo de la buena muerte (literalmente cristo de la eutanasia), pero hay quienes creen que una buena muerte es una muerte digna, sin dolor ni prolongaciones innecesarias, y también tienen derecho a que se legisle para ellos, sin injerencias ni flojeras.

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