Los Juegos Olímpicos, recuperados para
celebrar la paz entre las naciones, se han convertido desde hace
décadas en un acontecimiento mundial. Guste el deporte o no,
humanamente es emocionante asistir al esfuerzo de personas de todos
los continentes que se han sacrificado durante años para conseguir
un sueño, ya sea ganar o simplemente participar.
Sin embargo, hay muchas medallas
podridas rodeando a tanta grandeza humana. La primera, el
negocio en el que el capitalismo ha convertido al deporte:
todo está cargado de publicidad, todo se vende, todo se compra…
hasta el alma de los atletas que desgraciadamente se venden a las
redes del dopaje a cambio de resultados.
La segunda medalla de la podedumbre es
que unos
juegos multimillonarios se celebren en un país tan desigual
que, en realidad, no podemos hablar de que en Brasil haya grandes
bolsas de pobreza, sino de que existen bolsas de riqueza rodeadas de
un mar de marginalidad.
La tercera agria medalla, en la que nos
detendremos, es la de que los loables sentimientos de fraternidad
humana que aparecen ocasionalmente en los Juegos queden en realidad
ahogados por el egoísmo nacional y la hipocresía.
Pongamos un ejemplo de ello: es difícil
no emocionarse con la
historia de los atletas que han participado bajo la bandera del COI
porque sus países no pueden competir en los Juegos debido a las
guerras. En la inauguración de los Juegos el estadio olímpico
aplaudió a rabiar a esos pocos valientes atletas, y seguramente un
escalofrío recorrió a millones de personas que veían la escena por
televisión. Especialmente emotiva es la historia de la
nadadora siria Yusra Mardini, que tuvo que nadar para salvar la vida
de una barca de refugiados. En esos momentos, casi
mágicos, parece que todo el planeta se sintiera solidario y
comprensivo con el drama de los que sufren la guerra y la
persecución. Pero un día después, y especialmente en los países
más ricos del mundo, la magia desaparece y la indiferencia y la
hipocresía vuelven a levantar su muro. Cerrando los ojos o mirando
hacia otro lado, estos países dejarían que otra Mardini se ahogara,
levantarían un muro más alto para que otra Mardini no entrara en su
país, tenderían alambradas más cortantes para que otra Mardini no
pudiera saltar ese muro. También harían algo más, mentir: batiendo
el record del mundo de lentitud, algo de lo que sabe mucho Mariano
Rajoy, prometerían acoger a 16.000 refugiados, para luego ayudar
solamente a unos centenares, como
ha hecho vergonzosa e inhumanamente el gobierno español.
¿Qué nos sucede, en qué tipo de
alimaña nos hemos convertido? ¿Se nos saltan las lágrimas desde el
sillón con la historia televisada del esfuerzo de una atleta a la
que, sin pestañear, hubiéramos dejado ahogarse? Melissa
Fleming, responsable de comunicación de ACNUR, ha
señalado en
varias intervenciones tan sólidas como escalofriantes
que occidente, y Europa en especial, ha decidido que no le importa la
vida de otros seres humanos. Que el miedo a los cambios pesa más que
su humanidad. Que el miedo a perder un poquito de bienestar, a
convivir con otros seres humanos diferentes, pesa
más que los miles de cuerpos hundidos en el Mediterráneo.
Así es también nuestra sociedad, de espíritu tan elevado en
ocasiones, tan rastrero en otras. Así son nuestros estados y nuestros
gobiernos, tan rápidos en defender sus intereses por la fuerza, tan
lentos como Rajoy cuando no les importa el sufrimiento de los demás.
Tan altos, tan bajos; tan rápidos, tan lentos. Tan magníficos, tan
inhumanos.
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