Rajoy andaba comentando:
oye, y como las olimpiadas son cada 4 años, igual que las
elecciones, lo mismo podemos copiarlo: si no ganamos las medallas que
queremos, podemos repetir las olimpiadas una y otra vez hasta
que los demás se aburran y nos den por
ganadores a nosotros. Su asesor miró al cielo, susurró un ¡señor
qué cruz! y pensó que lo mismo no era mala idea que el Gobierno
hiciera ir a políticos y autoridades a las olimpiadas, y ya lo
apañarían para que don Mariano se luciese sobre los demás. Dicho y
hecho, se avisó al resto y salió una expedición.
El abanderado fue el
señor Rafael
Hernando, quien extrañado (y molesto) porque
en el escudo de la bandera no hubiera ningún aguilucho, decidió
poner unas gaviotas por su cuenta: ¡mire jefe que chulas, mire jefe!
repetía incesantemente.
El rey bis Juan Carlos
pidió ser, como dios manda, el primero en actuar. Lo haría en la
prueba de tiro olímpico, en la modalidad de “rifle de aire 10
metros”. La sorpresa saltó cuando apareció en la pista con un
“SSK 950 JDJ” el rifle de caza más potente del mundo. Comenzó a
disparar e igualmente no dio ni una en diana, pero un grupo de
lacayos no paraban de recoger palomas, conejos y otros bichos
vivientes que pasaban por allí. Incluso a
alguien le dijeron que iba muy elegante, y con su sordera senil le
pareció oír ¡un elefante! y llegó a encañonar a un juez.
Luego fue llamado Alberto
Garzón, quien al ir a pronunciar su deporte elegido, fue rápidamente
increpado: Tú no eliges, tú directamente a correr obstáculos. En
fin, parecía estar haciendo una buena carrera aunque curiosamente no
salía nada
por las pantallas del estadio. Perdió la
cuenta de las zancadillas recibidas. No hubo ningún seguimiento
mediático.
Vino después Albert
Rivera, quien se empeñó en saltar longitud estilo Fosbury: quiero
llegar lejos pero elegantemente,
dijo antes de meterse la tremenda leche. Luego, recapacitó y pidió
que él haría la misma prueba que Rajoy, para echarle un cable si
precisaba.
Llegó el turno de Pablo
Iglesias, quien dejó claro que él quería dar un salto de altura.
Todo pintaba bien, pero resultó extraño que no dejara de arengar ni
durante la carrera, y que en el salto mirara mientras seguía dando
un mitin a la cámara. No llegó a dar el salto lo suficientemente
alto. Criticado por su estrategia en la prueba, afirmó que no
entendía cómo lo acusaban de falta
de horizontalidad, si él todas las órdenes
que daba se le ocurrían estando tumbado.
Saltó entonces Pedro
Sánchez: Yo esgrima. Lo tenía claro, para él eso de que hubiese
más de uno o una peleando en pista era una modernez de perroflautas,
y la cosa es mejor mano a mano, entre dos. Así se acercó al
depósito, y para empezar a competir cogió el florete con la
izquierda, pero siempre intervino
luego con la derecha. En fin, lo de siempre,
ya saben.
Y
llegó el turno de Mariano Rajoy, quien se dispuso a demostrar que
"España es una gran nación y los españoles muy
españoles y mucho españoles”. Primero
valoró hacer deporte de aguas tranquilas, no porque la tradición
sea buena para los españoles y españolas, sino pensando en competir
con algún yate
de uno de sus amigos. Luego cayó en que lo
mismo se cruzaba con alguna patera de inmigrantes o refugiados que a
él tanto gustaba putear, y con gesto
asqueado cambió de idea. Pensó entonces en la
metáfora que supondría participar en algún lanzamiento, por lo de
relanzar España, y allá que fue con toda su corte de acólitos. Al
ir a tomar una jabalina, las decenas que había preparadas, habían
desaparecido. También habían abandonado el
grupo de apoyo algunos de la Gürtel. Fue entonces a coger un disco.
Igualmente no quedaba ni uno, al tiempo que también se veía
alejarse corriendo a los del grupo pepero de Valencia. Igual pasó
con peso y martillo. Su gente arrasaba con todo allá por donde
pasaban. Pidiéndoles un esfuerzo de contención a los pocos que
quedaban, los llevó a una extraña pista para hacer finalmente su
prueba de 10 metros lisos: Era curiosa. Corría en solitario, una cla
coreaba “Mariano,
sé fuerte”, estaba cuesta abajo, Rivera le
iba alisando el terreno, los árbitros pertenecían a una rara
federación cuyo escudo eran dos gaviotas y mientras, un esgrimista
aplaudía desde la grada. Para cuando fueron a apagar el pebetero,
este también había desaparecido.
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