Cementerio de soldados
estadounidenses en la playa
de Omaha Beach, Normandía, Francia
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Durante la Segunda Guerra Mundial miles de soldados estadounidenses
se enfrentaron con las armas a los nazis y murieron combatiendo. Si
Donald Trump hubiera estado en la playa de Omaha durante el
desembarco de Normandía, en el que los dos bandos lucharon
fieramente, hubiera sentenciado: los
dos grupos eran malos y violentos.
Si la historia ficción permitiera que el defensor de los derechos
civiles Martin Luther King hubiera sido atropellado por el general
sudista racista Robert E. Lee, cuya estatua iba a ser retirada en
Charlottesville
el día del sangriento ataque de los nazis a los
defensores de los derechos humanos, Trump hubiera dicho: King y Lee
son los dos muy malos.
El magnate inmobiliario ha demostrado sobradamente que está en la
extrema derecha, pero en ocasiones intenta fallidamente disimularlo y
situarse en el discurso de lo políticamente correcto. Para ello no
encuentra otro camino que igualar a los que admira (los nazis, los
supremacistas blancos, el Ku
Klux Klan) con los que detesta (los defensores de los
derechos humanos y de la igualdad). Lo que él admira es abominable,
pero no quiere condenarlo. Y entonces elige otro camino: meter en el
mismo saco a los genocidas que a los que luchan por la libertad. Y
decide que James Alex es igual que Heather
Heyer, que el nazi que atropelló con su coche a los
participantes en una manifestación, es igual que su víctima.
Miembros del partido nazi de
EE.UU.
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Trump quiere que la estatua que homenajea a un racista y admirado por
los supremacistas blancos y los nazis se quede donde está, quiere
que la estatua siga allí. A veces, por desgracia, es eso lo que le
sucede a la
derecha en España, equiparando a la dictadura
franquista y a sus víctimas. Eso es, tristemente, lo que quiere el
PP en muchas ocasiones en nuestro país: que las estatuas y los
monumentos y los nombres de las calles del franquismo sigan ahí, que
se queden ahí… y que los asesinados por el franquismo se queden
también ahí, en las cunetas, y que todos los que reclaman justicia
se callen y aparezcan como extremistas especializados en reabrir
heridas.
Parece que en EE.UU., con todos sus defectos pero también con sus
virtudes, hay algunos excesos que no se perdonan con tanta facilidad
como el PP disculpa sus excesos franquistas: un comentarista de la
cadena de televisión CNN ha sido despedido por pronunciar saludos
hitlerianos; voces
muy cualificadas del derecho y la política, también
desde el partido republicano, se han enfrentado a Trump; los
veteranos de guerra se han sentido asqueados de que su presidente
glorifique a aquellos que mataron a sus compañeros; muchas
importantes empresas tecnológicas, han criticado al magnate y le han
retirado su apoyo: saben que su presidente es el peor embajador de su
país.
Sin embargo, uno no puede ser muy optimista: además de la
ignominiosa actitud del propio Trump, miembros de su equipo han
realizado saludos nazis en público y han apoyado posiciones
racistas, xenófobas, homófobas, islamófobas… Trump
y sus nazis son otras ramificaciones de esa enredadera
ponzoñosa que, con brotes también en Europa y en otros lugares del
mundo, quiere asfixiar la confianza en el progreso y la igualdad
entre los humanos, y enfrentar a unos contra otros atizando el miedo
y el odio con las supersticiones de la raza, el nacionalismo y la
religión. No lo van a conseguir, porque, utilizando el lenguaje
simplón de Trump, los buenos siempre serán superiores a los malos.
Pero el camino que tenemos por delante es largo y es duro: ningún
derecho que se conquista se gana para siempre si no se defiende.
Nuestro recuerdo para Barcelona. No tengamos miedo.
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