Nuestro mundo es hijo de la esperanza y del sufrimiento, de la lucha
y el esfuerzo y la inteligencia, pero también de la explotación y
la crueldad. Entre las crueldades que nos parecen más indignas
sobresalen casi siempre aquellas que padecen los niños.
Niños y niñas de occidente y del resto del mundo levantaron sobre
sus débiles hombros el mundo que nació en Europa durante la
Revolución Industrial y que, con la fuerza del fusil, se extendió
al resto del planeta gracias al colonialismo y el imperialismo
capitalista.
En la Europa de 1842, la del esplendor de la burguesía, la
niña Sara Gooder, de ocho años, trabajaba catorce horas en las
minas inglesas. Un tercio de los obreros ingleses,
como media, eran niños y niñas.
En
España, la primera legislación efectiva prohibiendo el trabajo a
menores de diez años se aprobó en 1900. Hasta ese
momento, exceptuando la fugaz e insuficiente legislación de la I
República, niños de seis u ocho años podían trabajar jornadas sin
límite horario en cualquier sector, en la minería, la industria, la
agricultura… A partir de 1900 era todavía legal que un niño de
once años trabajara once horas en la industria o la agricultura.
El libro editado por José Mª Borrás Llop, El
trabajo infantil en España (1700-1950),
contiene diferentes estudios que remueven las entrañas, además de
impresionar por la seriedad concienzuda de los historiadores
españoles que se han ocupado de la triste vida de los niños
(nuestros abuelos y sus mayores) en esos siglos. Niños en las minas
de azufre de Murcia y Hellín, descritos en 1886 como “criaturas de
seis y ocho años, agobiadas de continuo con diez o doce horas
diarias de rudo penosísimo trabajo… las excesivas cargas (unos 20
kg) han sido transportadas por niños anémicos, sobre sus costillas,
caminando con el cuerpo encorvado por tortuosas galerías (…)
parecen antes espectros que hermanos de los hombres…”. Uno de
esos espectros acarreaba más de 1.000 kg de mineral en un día.
Niños
que en 1914 son admitidos para trabajar en las minas de Peñarroya
por los médicos, que certifican: “admisible,
o mejor dicho, aprovechable, es organismo raquítico, cargado de
espaldas, anémico por paludismo…”.
Jóvenes cuyas tallas, en toda Europa, descienden durante la
Revolución Industrial debido a la explotación laboral y la miseria.
Niños de las minas
de azufre de Hellín que, a principios del siglo XX,
miden de media 1,60 cm, diez centímetros menos que las tallas de los
estudiantes, quienes normalmente provenían de familias pudientes.
Niños africanos explotados por Europa, como
Mark Twain describió con amarga ironía en su Soliloquio del Rey
Leopoldo, explicando cómo Bélgica llevaba a cabo el
genocidio de la población del Congo, incluyendo a sus niños, para
explotar el caucho y otros cultivos.
Y a Mark Twain le siguieron muchos, muchos maestros, alguno tan
singular como otro niño trabajador, muerto en la cárcel. Ese niño,
luego poeta, escribió que sufría
con el hambre del niño yuntero, el que tiraba
hambriento del arado en la España de principios del siglo XX. Miguel
Hernández, el niño pastor y poeta, muerto en las cárceles
franquistas, no pudo sufrir viendo cómo a finales del siglo XX las
grandes multinacionales empleaban
a niños en sus fábricas de países empobrecidos.
Hoy, a principios del siglo XXI, no tenemos niños yunteros en
España, ni niños mineros. Pero, además de la lacerante
pobreza que sufren los menores en muchos hogares españoles,
tenemos a jóvenes de 16 años en adelante que no pueden votar, pero
sí pueden trabajar
en condiciones de precariedad absoluta y sueldos irrisorios,
y que si siguen así nunca, nunca, podrán llegar a ser adultos
independientes ni ancianos con pensiones dignas, pues laboralmente
sus condiciones son peores que las de sus padres.
Niños, niñas, jóvenes españoles del siglo XXI: preguntaos por qué
tenéis que estar condenados a la precariedad y la explotación… y
si encontráis la respuesta, estaréis más cerca de encontrar la
solución.
Siempre va a haber explotación infantil, a parte de lo que comentas en tu blog, niños de 16 años sin voto y explotado, están esos niños que, envueltos en glamour, aplausos, padres emocionados y adultos frotándose las manos en todos los sentidos, ahí están, en concursos, pasarelas, anuncios... Viviendo un mundo de adultos y robándoles su infancia. Una lectura recomendable: "Malditos 16" de Fernando J. López, ahora también en teatro. Saludos.
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