Por todos, por todas: no
marques la casilla de la Iglesia Católica en tu declaración de la
Renta. Si lo haces, estarás haciendo un flaco favor a tu país.
Estarás desviando fondos
públicos hacia un fin privado, de modo que una parte de tus
impuestos no se destinará al bien común sino a intereses
particulares.
Estarás colaborando con una
estrategia recaudatoria que contradice el carácter aconfesional de
nuestro estado, recogido en el artículo 16 de nuestra Constitución,
y que discrimina al resto de confesiones.
Estarás contribuyendo con el
sostenimiento de algo así como una teocracia machista de origen
medieval, que excluye a las mujeres de sus órganos de decisión, que
ignora las normas de funcionamiento democrático que se exigen al
resto de organizaciones y que, en pleno siglo XXI, sigue
sin ratificar numerosos protocolos internacionales de derechos
humanos.
Estarás corroborando con tu
gesto su doctrina oficial respecto al colectivo LGTBI, que sigue
hablando de lesbianas, gais, transexuales, etc. como personas
depravadas, inmorales o enfermas…
Estarás financiando una
institución que se ha opuesto con uñas y dientes a todas las leyes
progresistas o emancipadoras, como son las que regulan el derecho al
divorcio, al matrimonio entre personas del mismo sexo o a la
interrupción
voluntaria del embarazo.
Estarás fomentando el
adoctrinamiento de la infancia, que es la edad de los juegos y no de
los dogmas.
En definitiva, estarás
engordando a una especie de “estado dentro del estado”, no sujeto
a responsabilidad fiscal, regido por normas que contradicen nuestro
ordenamiento jurídico, que lleva años acaparando inmensas
propiedades públicas mediante el procedimiento de inmatriculaciones
promovido por el gobierno de José María Aznar, y que dispone de
toda una constelación de congregaciones ultraconservadoras
(opusinos, legionarios, kicos…) incrustadas en la médula
del poder
(gobierno, judicatura, empresas, educación…).
Y, finalmente, no ayudarás
de forma significativa con ninguna causa social o humanitaria, porque
la Iglesia recibe todos los años en torno a 11.000
millones de euros
por los más diversos conceptos (IRPF, exenciones, subvenciones,
donaciones de suelo público, salario de los profesores de religión,
sostenimiento de los centros escolares privados concertados…). Si
realmente el estado recuperase la soberanía sobre ese dinero y lo
invirtiese en servicios públicos, como sucede en cualquier sociedad
avanzada, España probablemente saldría del subdesarrollo social en
el que se encuentra. El problema es que las administraciones actuales
están delegando cada vez más su responsabilidad institucional en
organizaciones no gubernamentales, muchas de ellas de carácter
religioso, sin duda porque perciben la caridad como un oportunísimo
paliativo de los destrozos provocados por sus propios recortes.
Por lo demás, nadie niega la
libertad de conciencia . Se trata, como ya advirtió Manuel Azaña
mientras se debatía la Constitución de 1931, de situar la vivencia
religiosa “dentro
de los límites de
la conciencia personal, porque es en la conciencia personal donde se
formula y se responde a la pregunta sobre el misterio de nuestro
destino”. Así de sencillo. No podemos reclamar al resto de la
sociedad que financie o difunda nuestras creencias privadas. Y los
cristianos deberían ser los primeros en defender el laicismo, porque
no en vano fue el mismísimo Jesucristo quien dijo aquello tan
célebre de que hay que “dar al César lo que es del César, y a
Dios lo que es de Dios” (Mateo, 22, 21). De manera que ya está: en
la declaración de la Renta no marques la casilla de la Iglesia y
permite que el Estado se quede con lo que es del Estado. Y luego que
cada cual done las cantidades que considere a su parroquia, mezquita,
sinagoga o templo pagano…
Ah, y piénsate lo de marcar
la casilla de “fines de interés social” porque de esa manera la
mayor parte del dinero también acabará en el insaciable cepillo de
la Iglesia.
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