La
pasada semana se representaron en nuestra ciudad dos obras de teatro
estremecedoras. La primera de ellas, Me
llamo Suleimán, basada en la
novela homónima de Antonio Lozano, narra la historia de un chico
descendiente del fundador del Imperio de Mali que abandona su aldea
para buscar una existencia mejor en Europa. Desde el primer momento,
gracias a la meritoria interpretación de la actriz Marta Viera, el
espléndido montaje escenográfico y la vibrante música de Salif
Keita, el espectador se convierte
en compañero de viaje del protagonista. Junto a él, recorre miles
de kilómetros en camiones no aptos ni para el transporte de ganado,
pierde amigos en el camino, vive el sueño de encontrarse a un tiro
de piedra de Melilla, intenta saltar la valla, es abandonado en medio
del desierto, cruza el océano hacinado en una patera… Cuando el
arte capta la verdad, los límites entre la ficción y la realidad se
desvanecen, la vida vibra y la humanidad aflora. Suleimán es una
especie de Ulises contemporáneo. No es nadie en concreto y es mucha
gente a la vez. Su biografía está construida con la biografía
de miles y miles de personas que
huyen de la desigualdad y la violencia generadas por el sistema
económico mundial, personas pobres, pero valientes y dignas, que
valen infinitamente más que todos esos putos politicastros
empeñados en seguir levantando muros.
La
segunda obra a la que hacíamos referencia, El
triángulo azul, de
Laia Ripoll y Mariano Llorente, recrea la vida de los republicanos
españoles en el campo de concentración de Mauthausen.
Fueron transportados allí unos 7000 hombres, mujeres y niños (por
cierto, más de 100 de ellos albaceteños) procedentes de distintos
puntos de Francia. El gobierno alemán había ofrecido al español la
posibilidad de repatriarlos, pero aquí se desentendieron y
prefirieron enviarlos al matadero. Como su país no los reconoció,
se convirtieron en apátridas, y eso es lo que significaba el
triángulo azul, que no tenían patria, que la tierra de sus padres
no los reconocía. Tan sólo en torno a 2000 lograron sobrevivir. El
resto murió víctima de los abusos, la extenuación, el hambre y las
cámaras de gas. Ahora bien, de nuevo la realidad adquiere una
dimensión épica. Cuando se produce la primera muerte de un preso
español, el resto desafía a los energúmenos de las SS y guarda un
minuto de silencio tras el recuento. Pese a que el campo es un
infierno, un grupo de compatriotas se sobrepone a las circunstancias
y en la Navidad de 1942 estrena… ¡¡una revista de variedades!!
¡Hace falta ser muy grande para hacerle burla a la muerte en sus
propias narices! Finalmente, la obra cuenta cómo el joven
fotógrafo Francisco Boix logra
sacar mil fotos del departamento de documentación con la
colaboración de Oana, una chica gitana convertida en esclava sexual.
Esas son las célebres fotos que se utilizaron como prueba acusatoria
contra innumerables jerarcas nazis en los juicios de Núremberg. Como
en el caso de Suleimán, Oana es una
nadie, un ser al margen del
sistema, apenas un objeto de desahogo, pero, de igual forma, un solo
cabello suyo vale más que todos los dictadores sanguinarios que ni
nombramos por no ensuciarnos la boca y vernos obligados a escupir.
Obviamente,
las obras mencionadas no volverán a representarse en Albacete, pero
recomendamos encarecidamente a los lectores que si alguna vez, en
cualquier otro lugar, tienen la oportunidad de ver alguna de ellas,
que no dejen de hacerlo. Todas las grandes historias trascienden la
peripecia individual y nos sitúan en escenarios de validez
universal. Suleimán personifica las injusticias aberrantes del
capitalismo. Oana pone rostro y voz a los crímenes del fascismo.
Hoy, 20 de noviembre, aniversario de la muerte del genocida de El
Ferrol amigo de los nazis y apenas transcurridos doce días del
triunfo
electoral del magnate xenófobo,
quizá sea un buen día para reivindicar la memoria de todos los
Suleimanes y de todas las Oanas y tomar ejemplo de su coraje.
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