La
reciente sentencia del caso Nóos, que podríamos llamar caso Cristina de
Borbón e Iñaki Urdangarín, ha sido la amarga gota de que ha colmado el vaso de
la paciencia de los súbditos del reino de España: los indignados tenían que
salir a la calle de nuevo y así, afortunadamente, lo hicieron ayer en Madrid,
avanzando espontáneamente por el Paseo de Recoletos para asaltar el Congreso.
Cristina de Borbón, condenada, encabezó
la protesta ciudadana. Ella, que nunca sabe nada de nada, sabía que tenía
derecho a indignarse por su marido, el delincuente Duque Empalmado, condenado a menos de un tercio de lo que pedía un
fiscal que a veces parecía el abogado de la Infanta.
La real pareja fue acompañada por
miles de indignados, algunos jurídicamente españoles pero fiscalmente suizos,
que gritaban indignadamente acalorados contra la insolidaridad de sus
compatriotas currantes, que se resisten a jubilarse
a los 70 años. Uno de ellos vociferaba también “lluarfaired”, palabreja yanqui que más o menos viene a significar
“si estás enfermo o se ha muerto tu madre me importa un bledo, estás
despedido”. Un
reportero de la cadena Rtvestaeslateledelpp
ha informado diligentemente que el indignado en cuestión era un ciudadano
empresario que no soporta ver cómo
flojean los trabajadores españoles en cuanto los explotas mucho y les pagas
poco. Este empresario era jaleado por un jubilado pensionista, rey durante
su recién concluida vida laboral, que a pesar de sufrir un
accidente de trabajo cazando elefantes en África, nunca se pudo pedir una
baja porque se le llenaba el palacio de republicanos piojosos: indignante, oiga
usted.
Dispersos entre los indignados,
cual policías de paisano, se camuflaban los miembros de un grupo político
parlamentario muy popular, que lanzaban consignas indignadas, aunque un poco
confusas, en las que mezclaban la defensa de la Guardia Civil y de España con el
sueldazo
que iba a cobrar el pobre Arsenio Fernández de Mesa por asistir calladito a
unas reuniones de Red Eléctrica de España, el pobre, y que estaba sufriendo el
indignante acoso de un montón de ciudadanos ignorantes de las leyes básicas
de la Electrotecnia, la primera de la
cual es: enchufe + caradura = kilosueldazo.
En un lateral, Ana
Mato levantaba el puño y su cara morena sonreía mientras lanzaba confetis
hechos de pedacitos de billetes de 500 euros. En el otro, Jaume
Matas, que había perdido la cuenta de las causas que le habían llevado hasta allí,
cantaba emocionado “agrupeeeemonos toooooodos, en la ceeeeeelda reaaaaal, la
jeeeetset humaaaaana es la estafaaaaa mundiaaaal…”.
A su lado, bueno, un paso más
atrás, gritaba Artur
Más, indignado manostijeras, enfadado con que la justicia del Estado
Español (así, con mayúsculas franquistas) persiga políticamente un partido al
que él ya no pertenece, y que por lo visto se llamaba Convergencia Democrática
de Cataluña, porque ha cobrado y malversado millones de pelas, aunque él no
sabía nada de eso.
Y así, miles de indignados
llenaban el Paseo, con un precioso colorido de bolsos de lujo. Detrás, una
cabalgata automovilista: el Jaguar, el Mini, y todos los demás, hacían sonar
sus cláxones cual trompetas que avisaran a toda
esa caterva de jueces rojeras de la llegada del juicio final. “La
Infanta somos todos, no sabemos nada”, coreaban los indignados desde
sus descapotables, animados también por la
ignorancia de Rajoy.
Al final, unos metros más atrás, cerrando la
manifestación, caminaba el último indignado. Solitario, sintiéndose uno más
pero sabiéndose diferente, poderoso
mentalmente gracias a sus clases de yoga, Rodrigo Rato no gritaba, sonreía
tranquila y silenciosamente. Porque él sí
que sabía. Sabía, después de dirigir todas las esferas del poder económico,
que ni la Infanta, ni el Duque, ni él, ni ningún otro delincuente poderoso pasarían
en la cárcel ni una décima parte de lo que merecían. Por eso sacó de su traje
su teléfono y tecleó: “Cristina,
sé fuerte”. Y se marchó.
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