El coronavirus, en su rutinaria banalidad, se ha llevado por delante
en muy poco tiempo a dos personas muy distintas, a dos personajes
que constituyen algo así como la cara y la cruz de lo que significa
un ser humano.
El primero de ellos se llamaba José Manuel, pero era más conocido
como Chato. Chato Galante nació en 1948, o sea, cuando al amanecer
aún se oían tiros en las tapias de los cementerios. Dedicó lo
mejor de su juventud a luchar contra la dictadura, como hicieron
tantos hombres y mujeres decentes que ahora algunos se empeñan en
olvidar, y por ese motivo fue detenido en diversas ocasiones y
meticulosamente torturado en los sótanos de la Dirección General de
Seguridad, situada, por cierto, en la actual sede de la Presidencia
del Gobierno de Madrid, en plena Puerta del Sol. Ahora bien, ni la
violencia ni el olvido pudieron con él. Tal y como cuenta el
excelente documental El silencio de otros, Chato Galante fue
uno de los promotores de la iniciativa ciudadana que logró, en 2010,
que la justicia argentina abriese una querella contra los crímenes
del franquismo. Tuvieron que venir de Argentina para investigar
nuestras miserias... Nosotros, en cuarenta años, no encontramos un
huequecito para hacerlo. Y cuando, por fin, la jueza Servini se puso
a trabajar, el estado español optó por obstaculizar su labor y
proteger a los criminales. Así como suena. Ni el “glorioso
Movimiento” habría defendido más eficazmente a sus retoños…
Bueno, en cualquier caso, Chato murió mirando a los ojos a la gente
porque toda su vida fue un combate por la verdad, la libertad, los
derechos y la democracia. Y eso tiene que dar mucha tranquilidad.
El segundo individuo al que aludíamos era apenas un par de años
mayor. Se llamaba Antonio González Pacheco, pero era más conocido
como Billy el Niño. De profesión, torturador. Así, como suena. Sus
víctimas, una de ellas Chato Galante, coinciden en su sadismo. Al
parecer, disfrutaba amenazando, pateando, hiriendo, violando… En
fin, el producto lógico de un régimen terrorista. Antolín Pulido,
un amigo nuestro que pasó por la DGS, afirma humilde e irónicamente
que Billy el Niño lo torturó, “pero no mucho, lo normal”.
Claro, es que durante cuarenta años en España los golpes, las
bofetadas, las vejaciones… eran “lo normal”. Pasó el tiempo,
murió Franco, pero no el franquismo. Al sujeto en cuestión podía
vérsele pasear tan tranquilo por las calles de Madrid, aunque se
escondía y huía cobardemente cuando alguien lo reconocía. La
santísima Transición lo colmó de medallas, ningún gobierno
posterior tuvo arrestos para quitárselas y el bicho ha muerto en su
cama como un marqués.
Pues, bien, hasta aquí hemos llegado. Esto es lo que hay. Pero, en
adelante, individual y colectivamente, tendremos que elegir. O
estamos con Chato, o estamos con Billy. O sea, o estamos con la
decencia y la dignidad, o somos cómplices de la barbarie y la
represión, aunque sea a título póstumo. O defendemos el derecho a
la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas del
franquismo, o estamos compartiendo mesa con los fascistas. Aquí no
hay medias tintas. Por ello, esperamos que, una vez que hayamos
superado la pandemia, el actual gobierno asuma su responsabilidad a
la hora de localizar y excavar fosas comunes, promueva la memoria
histórica, derogue la Ley de Amnistía, juzgue a los criminales que
queden vivos, anule las medallas de los torturadores, suprima
definitivamente la simbología franquista y acabe de una vez por
todas con la puta vergüenza que hemos tenido hasta ahora.
Muy de acuerdo. Pero señalando la complicidad de los gobiernos del PP y PSOE que han protegido al torturador y a los franquistas.
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