“Cambia,
todo cambia”, cantaba la siempre recordada Mercedes Sosa. “Todo
fluye”, advirtió Heráclito hace más de 2500 años. La vida es un
río en el que no nos podemos bañar dos veces, porque el río no es
el mismo, pero nosotros, tampoco. La realidad es dinámica. Los
cambios materiales conllevan cambios ideológicos, señaló Marx. La
ausencia de movimiento equivale a la muerte.
La
humanidad es una especie transeúnte. Mudamos de casa, de ideas, de
creencias, de sentimientos. Y, sí, algunas personas mudan de sexo y
género. Migran de una identidad a otra porque quieren y porque
pueden. Los órganos sexuales pueden modificarse mediante diversos
procedimientos farmacológicos y quirúrgicos. Nuestra condición
sexual ya no es una condena divina inamovible. Y los roles de género
son aprendidos. Nada impide desaprenderlos y asumir aquellos que a
cada cual le permitan encontrar su lugar en el mundo. ¿Cuál es el
problema?
Para
nosotros, ninguno. Al contrario, admiramos sinceramente a los hombres
y mujeres trans. Son coherentes en un mundo en el que sobran
hipócritas. Dan la cara mientras otros la esconden como avestruces.
Y, luchando por su libertad personal, contribuyen decisivamente al
progreso de las libertades colectivas. El activismo trans es sin
duda uno de los más subversivos del orden vigente, porque actúa en
la médula del patriarcado, que es la masculinidad tradicional, que
es la que alimenta la competitividad ciega, que es el motor
indispensable del capitalismo, que es la causa de la causa de todos
los males causados en el planeta. Cada persona trans es un
valiosísimo factor de transformación política, económica y
social. Por eso, no entendemos que desde algunos sectores del
feminismo pretendan desembarazarse de ellas con un par de frases más
o menos ingeniosas o francamente groseras.
No
entendemos, en efecto, cómo Lidia Falcón es capaz de afirmar que
las mujeres trans son “unos seres extraños”. ¿Qué quiere decir
con eso? ¿Dónde se expiden los certificados de “normalidad”?
¿Los tiene ella? Las sufragistas de principios del siglo XX eran
calificadas de “lunáticas”. ¿También eran bichos raros? ¿Qué
tiene de extraño que alguien opte por vivir de acuerdo con sus
inclinaciones más íntimas y su naturaleza más profunda? ¿No sería
más extraño hacer de la existencia un ejercicio de simulación
permanente? Tampoco entendemos a Alicia Miyares cuando, ni más ni
menos que en un congreso feminista, llama “tíos” a las mujeres
trans, utilizando el mismo argumento anatómico que la extrema
derecha religiosa en su odiosa campaña “los niños tienen pene,
las niñas tienen vulva”. No lo entendemos, joder. Como tampoco
entendemos que Amelia Valcárcel niegue la posibilidad de transición
entre géneros aludiendo a que una conocida suya “cree ser un jabón
Heno de Pravia”. En serio, sabemos del mérito y el talento de
estas tres activistas y pensadoras, pero por eso mismo nos cuesta
entender ese discurso, así como la ferocidad y vulgaridad con que se
expresa. Por otra parte, nos consta que el asunto está provocando
graves divergencias en el seno del feminismo. Izquierda Unida expulsó
de la coalición al Partido Feminista de Lidia falcón. El PSOE se
encuentra dividido. Y lo sentimos enormemente. Porque el verdadero
enemigo de las mujeres, trans y no trans, ocupa la friolera de 52
escaños en el Congreso, niega salvajemente la violencia de género,
desmantela las instituciones de ayuda a mujeres maltratadas allá
donde cogobierna y amenaza con cargarse los derechos LGTB si un día
llega al poder. Y ése sí que no cambia, no duda, no se inmuta, no
fluye como el río de Heráclito, sino que permanece fosilizado en su
imaginario medieval. Impasible el ademán. Inamovible como una roca.
Duro como una piedra a punto de ser arrojada.
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