Había
llegado la navidad, y Felipe y Carles monologaban y monologaban...
ellos, ambos ciudadanos del estado español y del reino de España,
hablaban pausadamente pero sin descanso, esperando ganarse la
atención de otros ciudadanos, dirigiéndose a oídos que
fisiológicamente residían dentro de cabezas cuyos cerebros no les
hacían ni caso... porque estaban atentos, bien
a platos repletos de gambas, bien a la ausencia de gambas en platos
vacíos y nunca repletos,
bien a otros menesteres.
Carles,
ciudadano de la comunidad autónoma de Cataluña, monologaba sentado
en la mesa de un bar de un humilde barrio del extrarradio catalán
donde se votaba a la derecha y al independentismo; los parroquianos,
la mayoría en paro, le prestaban poca atención.
La
voz de Felipe, madrileño pero hijo de inmigrantes italiano y griega,
se perdía entre las conversaciones de una cafetería llena de
inmigrantes y obreros, en un distrito de la periferia donde ganaba
las elecciones la derecha.
Felipe
y Carles pasaban, a veces, del monólogo al soliloquio, y se decían,
se preguntaban: “¿dónde está el dinero, dónde está ese
dinero?” Nunca encontraban la respuesta, nadie lo sabía, nadie
podía ayudarles.
Carles
trabajaba en una gasolinera de Pepsol. Un día lo despidieron: a
partir de ese momento, los clientes repostarían ellos mismos, pero
pagarían el mismo precio por el carburante. ¿Dónde estaba,
entonces, el sueldo de Carles? Si no se lo habían rebajado a los
clientes que se manchaban las manos de gasolina, ¿quién
se había quedado con sus 600 euros?
La
hija de Carles, Susana, trabajaba en la caja de una tienda de la
cadena deportiva Decaflón. Un día, se abrieron seis
cajas autoservicio para
que los clientes pasaran los productos por el lector del código de
barras y pagaran con sus tarjetas. A Susana y cuatro compañeros los
echaron a la calle. Pero los productos que se pagaban en las cajas de
autoservicio nunca fueron rebajados. “¿Dónde estaba el dinero de
esos cinco sueldos? ¿A dónde habían ido a parar?” Eso era lo
que, entre monólogo y soliloquio, se preguntaba Carles.
Felipe
había estudiado electricidad y durante años trabajó leyendo
contadores eléctricos para Ibertrola. Un día la compañía, con el
respaldo legal del ministerio de Industria, sustituyó los viejos
contadores por otros electrónicos más caros que podían leerse
desde la sede de la multinacional. La pequeña empresa de Felipe
cerró, e Ibertrola
y sus compañías amigas despidieron a cientos de trabajadores
subcontratados,
pero el precio de la energía no bajó. “¿Dónde rayos estaría-se
preguntaba Felipe-toda la pasta con la que se pagaba aquellos
sueldos?” Ana, su compañera en la vida, había sido empleada de
Gastafanatural y también leía contadores, pero de gas. Como la
empresa no podía técnicamente sustituir los contadores de gas por
otros electrónicos, despidió a Ana y a sus compañeros e hizo que
los propios abonados tuvieran que dar la lectura del contador por
teléfono, sin rebajar un céntimo el precio del gas. Con el
matrimonio en paro, los hijos de Ana y Felipe no pudieron ir a la
universidad. Dos de ellos tuvieron
que emigrar a otros países.
Los cuatro se preguntaban: “¿en
qué agujero negro, en qué bolsa de basura de plástico, en qué
paraíso fiscal, escondía Gastafanatural el dinero de sus sueldos?”
Eso rumiaba Felipe en el bar madrileño, al igual que Carles lo hacía
en el catalán.
Mientras
todo esto pasaba en el país de verdad, Felipe
VI de Borbón
y Carles
Puigdemont de Cataluña,
soltaban sus discursos de navidad y, bajo frases pronunciadas en tono
amable, jugaban al juego del otro país, el de los nacionalismos y el
interés del capital. ¿En qué país vivirán ustedes en 2017?
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