Ayer por la tarde mi familia había planeado un paseo por el parque y
el centro de la ciudad. Un paseo muy entrañable, todos juntos, desde
los abuelos hasta los más pequeños, pero el caso es que tuvimos que
dejarlo para otro día: los clientes de la tienda de pasteles de
nuestro barrio, “Milhojas de Merengue, Sociedad Anónima”, se
había citado para pegarse con los clientes de la tienda del barrio
vecino, “Pasteles de Riñón de Chocolate, Sociedad Anónima”.
Como en otras ocasiones, destrozarían la ciudad, romperían las
papeleras, incendiarían contenedores e intentarían matarse entre
sí, causando heridos y muertos entre la policía y otros ciudadanos…
y el caso es que dentro de dos fines de semana vienen a la ciudad
unos adoradores del “Chocolate Belga”, uno de los clubes de
gourmets de chocolate más fanático de Europa… así es que quizá
es mejor que nos quedemos en casa encerrados hasta el verano. Así no
gastamos y ahorramos para pagar más impuestos municipales, pues
habrá que reponer todo lo que estas aficiones destrozan en la
ciudad.
Absurda
historia, ¿no? Pero ¿cómo hay que calificar el
infierno que sufrió Bilbao el jueves pasado, con un ertzaintza
muerto y docenas de heridos entre ultras rusos y vascos? ¿Y cómo se
podría describir la ansiedad con la que la ciudad vasca espera la
visita de los radicales del Marsella dentro de dos semanas? ¿Cómo
es posible que tanta
violencia premeditada, planeada, asesina, sea tolerada por los
gobiernos europeos?
El
fútbol puede ser un deporte emocionante o aburrido, eso es lo de
menos. Lo importante es que la
violencia está dentro del fútbol, irracionalmente extendida. La
violencia, no mayoritaria, está vergonzosamente
presente en los partidos de categorías infantiles, entre los
jugadores, entre los padres. En categorías superiores, la violencia
más extrema y preocupante se enquista entre aficiones y se apodera
de las ciudades. Muchos futbolistas de alto nivel jalean a los
radicales. Muchos presidentes de clubes cuentan con su apoyo. Los
ultras se creen con derecho a que, una vez a la semana, toda la
sociedad se paralice por su absurdo fanatismo porque los gobiernos y
las entidades del fútbol consienten ese ejercicio de violencia
extrema callejera.
Y,
tristemente, vergonzosamente, indignantemente, se lo consienten a
ellos y solo a ellos. Cuando
los gobiernos quieren, dan órdenes precisas a la policía para
impedir que los ciudadanos europeos entren en un país. Los
retienen en la frontera, los detienen, los arrestan, los encarcelan,
los expulsan de forma preventiva. Lo hacen así con todas las
movilizaciones antiglobalización en Europa cuando protesta contra
las cumbres internacionales de las organizaciones capitalistas.
Los
gobiernos saben quiénes son los hinchas ultras, quién protege
sus peñas en esas Sociedades Anónimas que son los clubes de fútbol.
Saben cuándo y cómo van a actuar, cómo se desplazan… pero no
hacen nada realmente serio y definitivo para terminar con ello. Las
asociaciones del fútbol, nacionales e internacionales, podrían
expulsar a los clubes con aficionados violentos, pero no lo hacen.
Muchos clubes protegen a sus cachorros más agresivos. Se les
consiente lo
que no se le consiente a nadie, también en lo económico y,
claro, la pregunta es ¿por qué?
¿Porque
detrás de ese deporte lo
que hay es una enorme cantidad de dinero, con mucho de opio
televisivo para el pueblo? Qué respuesta tan simple, tan manida,
pero nos tememos que tan cercana a la realidad. Y ahora viene la
siguiente: ¿los gobiernos, por omisión, por complicidad con el
fenómeno social del fútbol, promueven esta violencia? Si es así,
¿en la cuenta de quién hay que cargar la
lista de los muertos, los heridos, el miedo, los daños
materiales producidos por esta violencia?
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